La vida no deja de ser como un restaurante. Eso sí, es poco convencional: el chef prepara un menú diverso para cada comensal y juega con las diferentes especias e ingredientes de su cocina, experimentando. Los comensales aguardan impacientes cada uno de los platos sin saber a qué estarán expuestos, pues nadie tuvo la bondad de repartir la carta, así que se sientan y se distraen con la cubertería mientras rezan para que la siguiente receta sea de su agrado. No importa si empiezan por el postre o por entrantes; por lo dulce o por aquello que el paladar cataloga salado. Y yo —ávida experta en su gastronomía—, más que distraerme jugando con tenedores, me concentro en ir anotando mis platos en las servilletas con la esperanza de que alguien las lea.